Tengo amigos melómanos. Gente que ha llegado a mi vida de diferentes maneras, pero que comparten entre ellos el gusto enorme por la música. Son personas que respiran notas musicales, que sus vidas giran muchas veces alrededor de canciones, de sonidos maravillosos.
Tengo suerte. Porque la música es también parte muy importante de mi vida. Todos los días ella está, de alguna manera. Es la mejor compañera; la más leal.
Hace poco tiempo supe de la existencia de Sound City, un documental de Dave Grohl, que ya estaba dando de qué hablar en el mundo de los melómanos. Pero sobre todo en el mundo de mis amigos melómanos.
En Bajo la influencia, la reseña enamorada de Martin Milone, lo confieso, me hizo dudar. Pensé, “quizás es demasiado técnico este documental, para mi oído neófito.” Y lo dejé estar, tanto, que el link a YouTube que él puso en su post ya no está más.
Anoche, dispuse mi ánimo y busqué en la red la película. Un rato largo, una hora más o menos y voilà, encontré en otro link una copia completa y subtitulada. Coloqué los audífonos, me acomodé en el futón y subí el volumen.
Sound City no es una película sobre músicos. Es un canto de nostalgia, es el canto de cisne, ese que hace el pájaro antes de morir. Nostalgia por la época en la que se grababa música con personas de verdad, con gente que adoraba empatar cintas de cinco centímetros y que en cada sesión repetían hasta el hartazgo una toma tras otra, hasta lograr el sonido exacto, el perfecto.
Recordé mi primera grabadora de casete, mi primer walkman, aquellas copias manoseadas de los discos que no podíamos tener. Recordé las reuniones de la adolescencia donde escuchábamos únicamente esas músicas, tan parecidas a las que Sound City rinde un homenaje, desde esta era, la del descarte y lo efímero.
¡Como disfruté esa hora y pico! Tanto, que no puedo hacer otra cosa que recomendar.
Sound City es para melómanos, como dijo Martin. Pero no sólo para ellos. Sound City es una lucecita, una vela encendida a la nostalgia. Y eso nos atañe a todos.
Sound City, 2013.


