Primera impresión

Hay quien afirma que la comida entra por los ojos o que la primera impresión que recibes es la que te marca para siempre.

Y aunque no estoy tan segura de que esa idea puede aplicarse a todo con lo que nos encontramos por primera vez, el párrafo que da inicio a la novela Amor perdurable de Ian McEwan es algo así como una primera impresión perfecta.

En esas pocas líneas se origina la curiosidad, la perturbación que te obligará a seguir leyendo. Es solo cuando terminaste de leer ese párrafo que te das cuenta que no dejarás de hacerlo hasta que la novela termine.

Te digo más: hazlo antes de ver la película. Porque no hay relato visual que logre transmitir la inquietud que este párrafo provoca; el preámbulo de un viaje que vas a emprender a partir de ahí, un viaje movilizante, una historia bien escrita.

38

El centro del amor
no siempre coincide
con el centro de la vida.

Ambos centros
se buscan entonces
como dos animales atribulados.
Pero casi nunca se encuentran,
porque la clave de la coincidencia es otra:
nacer juntos.

Nacer juntos,
como debieran nacer y morir
todos los amantes.

Por Roberto Juarroz.

A diez años de la muerte de DFW

El tipo de libertad más importante involucra atención, consciencia, disciplina, esfuerzo, y ser capaces de preocuparse realmente por las demás personas y sacrificarse por ellas, una y otra vez, realizando miles de pequeños, y nada sexys, actos, día tras día. Esa es la verdadera libertad.

Por David Foster Wallace.
Fragmento de «Esto es agua», conferencia impartida en el Kenyon College, en 2005.

Callar puede ser una música

Callar puede ser una música,
una melodía diferente,
que se borda con hilos de ausencia
sobre el revés de un extraño tejido.
La imaginación es la verdadera historia del mundo.
La luz presiona hacia abajo.
La vida se derrama de pronto por un hilo suelto.
Callar puede ser una música
o también el vacío
ya que hablar es taparlo.
O callar puede ser tal vez
la música del vacío.

Por Roberto Juarroz

 

La puerta cerrada

a León

 

Acabamos de enterrar a papá. Fue una ceremonia majestuosa; bajo un cielo azul salpicado de hilos de plata, en la calurosa tarde de este verano agobiador, el cura ofició una misa conmovedora frente al lujoso ataúd de caoba y, mientras nos refrescaba a todos con agua bendita, nos convenció una vez más de que la verdadera vida recién comienza después de ésta. Personalidades del lugar dejaron guirnaldas de flores frescas a los pies del ataúd y, secándose el rostro con pañuelos perfumados, pronunciaron aburridores discursos, destacando lo bueno y desprendido que había sido papá con los vecinos, el ejemplo de amor y abnegación que había sido para su esposa y sus hijos, las incontables cosas que había hecho por el desarrollo del pueblo. Una banda tocó “La media vuelta”, el bolero favorito de papá. “Te vas porque yo quiero que te vayas, a la hora que yo quiera te detengo, yo sé que mi cariño te hace falta, porque quieras o no yo soy tu dueño”. Mamá lloraba, los hermanos de papá lloraban. Sólo mi hermana no lloraba. Tenía un jazmín en la mano y lo olía con aire ausente. Con su vestido negro de una pieza y la larga cabellera castaña recogida en un moño, era la sobriedad encarnada.
Pero ayer por la mañana María tenía un aspecto muy diferente.
Yo la vi, por la puerta entreabierta de su cuarto, empuñar el cuchillo para destazar cerdos con la mano que ahora oprime un jazmín, e incrustarlo con saña en el estómago de papá, una y otra vez, hasta que sus entrañas comenzaron a salírsele y él se desplomó al suelo. Luego, María dio unos pasos como sonámbula, se dirigió a tientas a la cama, se echó en ella y, todavía con el cuchillo en la mano, lloró como lo hacen los niños, con tanta angustia y desesperación que uno cree que acaban de ver un fantasma. Esa fue la única vez que la he visto llorar. Me acerqué a ella, la consolé diciéndole que no se preocupara, que yo estaría allí para protegerla. Le quité el cuchillo y fui a tirarlo al río.
María mató a papá porque él jamás respetó la puerta cerrada. Él ingresaba al cuarto de ella cuando mamá iba al mercado por la mañana, o a veces, en las tardes, cuando mamá iba a visitar unas amigas, o, en las noches, después de asegurarse de que mamá estaba profundamente dormida. Desde mi cuarto, yo los oía. Oía que ella le decía que la puerta de su cuarto estaba cerrada para él, que le pesaría si él continuaba sin respetar esa decisión. Así sucedió lo que sucedió. María, poco a poco, se fue armando de valor, hasta que, un día, el cuchillo para destazar cerdos se convirtió en la única opción.
Éste es un pueblo chico, y aquí todo, tarde o temprano, se sabe. Acaso todos, en el cementerio, ya sabían lo que yo sé, pero acaso, por esas formas extrañas pero obligadas que tenemos de comportarnos en sociedad, debían actuar como si no lo supieran. Acaso mamá, mientras lloraba, se sentía al fin liberada de un peso enorme, y los personajes importantes, mientras elogiaban al hombre que fue mi padre, se sentían aliviados de tenerlo al fin a un metro bajo tierra, y el cura, mientras prometía el cielo, pensaba en el infierno para esa frágil carne en el ataúd de caoba.
Acaso todos los habitantes del pueblo sepan lo que yo sé, o más, o menos. Acaso. Pero no podré saberlo con seguridad mientras no hablen. Y lo más probable es que lo hagan sólo después de que a algún borracho se le ocurra abrir la boca. Alguien será el primero en hablar, pero ése no seré yo, porque no quiero revelar lo que sé. No quiero que María, de regreso a casa con mamá y conmigo, mordiendo el jazmín y con la frente húmeda por el calor de este verano que no nos da sosiego, decida, como lo hizo antes con papá, cerrarme la puerta de su cuarto.

Por Edmundo Paz Soldán