Requiem por La Paz

Muchas veces, con toda intención, me bajaba en la estación Callao de la línea B y caminaba esas pocas cuadras hasta la oficina, recorriendo la Avenida Corrientes en dirección al bajo.

Rodríguez Peña, Montevideo, Paraná, Uruguay…

Ese tramo de la calle que reunía casi a partes iguales, teatros, librerías, restaurantes y cafés, bien temprano en la mañana olía a trasnoche y a la permanente humedad de Buenos Aires. A esa hora, por culpa de las persianas bajas solo se podían entrever los restos de la jornada nocturna anterior, con cuidado de no pisar la baldosa floja o esquivar al encargado que limpiaba la vereda con un chorro de agua generoso y no siempre bien apuntado.

En la esquina de Corrientes y Montevideo, los pies se chocaban y detenían como hipnotizados, en el Café La Paz, abierto de par en par. Un lugar que comenzó su historia en el año que nació mi madre y que cuenta entre sus tantas memorias, con los entonces mejores churros del pueblo, una canción de Fito Paez y los rezongos de un fumador al que le vetaron la posibilidad de fumar en el salón principal, allá por el 2006.

Hace una semana, volví a ese recorrido que para mi está lleno de nostalgia, de la mano de mi hija de 20 años y con tristeza comprobé que no está más el Café La Paz. Ahora ocupa ese espacio uno de esos sitios insulsos de comida japonesa occidentalizada y lo frecuentan jóvenes apurados con los ojos en el móvil.

Por un momento, mi cabeza se ancló en una noche de sábado hace más de 15 años, cruzando rápido la calle después de haber disfrutado de la puesta en escena de El método Grönholm. Yo llevaba mi pantalón de lino color rosa viejo y mi sueter blanco de tejido ancho, del brazo del mismo fumador que minutos después se quejaba de no poder fumar, mientras tomábamos algo acodados en una de esas enormes ventanas con vista a la avenida.

Adiós, Café La Paz.

#tbt El plan

Cuando Ema nació George y Marian ya tenían un plan. Una vez que la nena alcanzó el metro de estatura, pusieron sus libros y su música en una maleta y en otra lo necesario para cubrirse los tres del frío, del sol y de la lluvia. Todo el dinero que habían acumulado en una lata de galletas, quedó repartido alrededor de las cinturas de ambos.

Se fueron de la isla un mediodía, en avión, hacia el continente viejo. Marian trabajaba durante seis meses armando circuitos impresos por encargo. Recibía de una fábrica japonesa las placas y componentes, junto con los planos que debía armar, rigurosamente explicados. George hacía traducciones, durante las noches frías de la ciudad enorme. La mesa que sostenía soldadores y residuos de estaño, cuando el sol desaparecía detrás de la rambla, servía de apoyo a la Underwood que funcionaba como una maquinaria perfecta. Casi todos los días, a eso de las siete de la tarde, comían por única vez, los tres, riendo y descubriendo el mundo para Ema. La otra mitad del año, armaban las dos maletas y recorrían el mundo, en unas vacaciones que dejaban de serlo en cuanto escaseaban los billetes en el cinturón de doble forro. Viajaron a los lugares más increíbles. Ema creció, en el mientras tanto, aprendiendo a leer y escribir con su padre y las matemáticas con su madre. No tuvo una instrucción formal, aunque sabía muchas más cosas que los niños de su edad. A los ocho años cocinaba como una experta y la precariedad en la que a veces vivían le valió para hacer magia a la hora de preparar la comida para ella y sus padres. También aprendió a coser ropa con agujas improvisadas e hilos sacados de las prendas más viejas. Sus pequeñas manos eran como arañas, hormigas; obreros creativos e incansables. De vuelta a la ciudad, al mismo cuarto, George y Marian retomaban sus oficios, asistidos por su hija durante otros seis meses.

El día del cumpleaños dieciséis de Ema su regalo fue una entrada para la función de teatro de la compañía más importante de Barcelona. Salió sola, con su mejor vestido, y no regresó a su casa hasta pasados tres días. George y Marian, desesperados, ya no sabían dónde buscarla cuando la vieron subir las escaleras con un brillo en la mirada, nuevo y desconocido para ellos. Ema no viajó ese año. Con un poco de dinero que sus padres le dejaron, se quedó para vencer, en una carrera desenfrenada, todos los años de estudio que no había hecho en escuelas tradicionales. Su único propósito era ingresar a la escuela de arte para ser actriz. George y Marian volvieron antes de lo previsto, el viaje no era lo mismo sin ella y al otro año ya no se fueron, ni al otro, ni al otro.

Hace unos meses fui a visitarlos. George habla en diez idiomas, pero no es capaz de traducir ni una cuartilla. Marian no reconoció mis ojos. Hace mucho que no se tocan ni se hablan. Sólo cuando los visita Ema parece tener algún sentido el cuarto y la ventana por donde se pone el sol detrás de la rambla. Cuando me despedí de ellos, George me susurró al oído, «nuestro plan era otro». Y me permitió besarlo en la frente como hice la última vez que vi a mi abuelo.

#tbt Hilos

Miradas rápidas y manos cargadas de paquetes. Cruces, no las de Dios; cruces de miradas. La mente ágil y memoriosa empieza a hacer un scan rápido, vertiginoso, como una película con muchos más fotogramas por segundo. Varios rollos para atrás, sigue y sigue. Se pausa en un año-rollo. Final de la infancia, ella. 18 o 19 años, él. Ambos tímidos y opuestos. Ambos aplastados contra el asfalto del barrio de Jesús María, en La Habana de los setentas. Cuando aún había mercerías de polacos en la calle Muralla, cuando aún estaba la panadería del gallego en la calle Monserrate. Él pasaba con su desgarbo y sus granos en la cara, hasta pararse debajo de su balcón; el de ella. No llamaba, no gritaba su nombre ni lo mezclaba con el ruido de motores de carros y guaguas. Cinco minutos de reloj, exactos y la veías con su figura de casi adolescente que no quiere que noten sus incipientes tetas. Tetas grandes para 13 años. Las esconde curvando la espalda, haciendo una oquedad en el pecho con los hombros. No hablan, pero arrancan a caminar con la síncopa de la complicidad, de saberse uno al lado del otro en el camino que los lleva al desayuno de flauta de pan y agua con azúcar. Luego, calabaza calabaza… Pero él volvía a buscarla cuando su abuela necesitaba esos hilos para zurcir la ropa ajena, que ayudaba a pagar la luz y el gas. La única modista del barrio suspiraba por no tener una nieta y por la falta de disposición de su único nieto. Y los veías de nuevo juntos, caminando rumbo a la tienda en la que ella compraba el encargo al viejo judío, cubriendo la vergüenza de su amigo con suavidad femenina. Al regreso, un par de risas y un durofrío de dudoso sabor artificial. El año-rollo ha pasado todas esas imágenes, ahora sí, a 24 por segundo. Ambos vieron las secuencias, se reconocieron y sus miradas, esta vez, posaron las pestañas en sus caras de ahora, en sus cuerpos de cuarentipico y cincuentipico. Dos enormes sonrisas, genuinas y agradecidas, celebraron el abrazo lento, casi detenido. Fade out. Luego, calabaza calabaza…

#tbt Josefina

A Josefina me la encontré hace una semana. Al principio no estaba segura de que era ella. Hasta que empezó a cantar. Cantaba bajito, porque creo que no tenía la certeza de que ese sería su escenario a partir de ahora.
Yo sé cuando lo supo. Fue el primer flash lo que la envalentonó. Se quedó quietecita, parada sobre todas sus patas y así estuvo, aún cuando la señora esa continuó acercándosele, cámara en mano. Como una sorpresa la luz invadió sus ojos, siempre acostumbrados a menos iluminación. Y su voz subió el volumen, convirtiendo el anden de la 59th Street – Line A del NYC Subway, en una atracción para turistas y marchantes, a esa hora. Menos los domingos.
Los domingos Josefina canta para su pueblo. No para nosotros que ya, casi, no somos los que habitamos acá. Su pueblo está cada vez más cerca de desplazar todo en la ciudad.
Su pueblo es el dueño de Manhattan.

#tbt Nana

A Ljubitza le faltaban todos los dientes frontales. Los de arriba y los de abajo. Cuando la conocimos, nosotros, acostumbrados a bocas más pobladas, nos sentimos hasta avergonzados de las ausencias en sus encías. Mi memoria falla, después de más de cuarenta años, pero la imagen de su boca no la olvidaré nunca. Y el olor. Su ropa tenía el aspecto y el aroma de la suciedad.

Aún con todas esas cosas en contra, a mi hermano y a mí nos resultaba muy curiosa la aparición de Ljubitza en nuestras aburridas vidas de niños que no podían salir del apartamento mientras mamá trabajaba; «porque es muy peligroso, porque cerca está el barrio de los gitanos y porque no sabemos andar por Belgrado». Ella fue nuestra niñera. No hablaba ni una palabra de español. Tenía las manos grandes. Era alta. Tendría 28 o 30 años, el pelo oscuro y la tez muy blanca. A pesar de su sonrisa desdentada siempre sonreía, por timidez quizás. Mi madre le indicó la habitación que ocuparía, justo la que quedaba en medio entre la de ella y la nuestra. La única habitación con ventana en esa caja de zapatos que teníamos por casa. Se instaló con sus pocas cosas; apenas una maleta mediana que terminó de desempacar un mes después de su llegada.

Comenzó así nuestra convivencia con alguien que no era miembro de la familia, que encima tenía la responsabilidad de cuidarnos, alimentarnos y estar presente para lo que una niña de siete años y un nene de cinco necesitaran. En primer lugar, había que comunicarse. La evangelización de Ljubitza comenzó por la enseñanza del idioma. Para nuestra sorpresa fue una iniciativa mutua; nuestra, pero también de ella. Y el intercambio se inició sin dudar. Mientras ella se animaba a pronunciar nuestros nombres y decir con un brutal acento eslavo «Mi nombre es Ljubitza», nosotros empezamos a incorporar palabras serbias y croatas.

Luego de varias semanas Ljubitza pasó a ser Liubi, por esa costumbre que tenemos de achicar la manera en que llamamos a la gente cercana. Recuerdo tardes enteras de aprender a cocinar blinitz, poner a hacer crema agria fermentando la leche y ser cómplices del escondite de la primera botella de vodka que vi en mi vida.

Con ella estuvimos casi dos años. Durante ese tiempo llegamos a conocer muy bien a Liubi. Y la verdad es que la pasábamos bien. Nos reíamos mucho, jugábamos y para nosotros era imposible pensar en el regreso de la escuela sin la espera cariñosa de esa figura flacucha y desgarbada en la escalera de entrada al edificio. Cada tanto, ella visitaba a su único familiar; una tía que vivía en Zagreb. Esas raras veces que no estaba cerca, se hacía larga su ausencia.

Cuando llegó el día de irnos, Liubi que ya había adoptado la costumbre de bañarse todos los días y lavarse el pelo por lo menos una vez a la semana, que me hizo probar el alcohol por primera vez, que adoraba a mi hermano hasta el dolor, que nos protegió de un robo en la casa, cantando unas tonadas cansinas y lastimeras, lo único que pidió fue irse con nosotros. Tampoco me olvido de las lágrimas, bajando por su cara sin control, en el aeropuerto, cuando nos despedimos. Nunca supe más nada de ella. Hasta hoy.