#tbt Shortcuts

Lo seguí con los ojos mientras hablaba y ví que sigue fumando, como antes y tal parece como si hubiera pasado sólo la guagua. Lo veo caminar, con esa forma peculiar que tiene, lo escucho quejarse, reirse; a veces sólo con una sonrisa, a veces una carcajada. Lo veo tal como lo veía hace más de treinta años. Y pienso cómo lo busqué en el 2008, cómo lo encontré. Y pienso si esto que viví fue parte de un plan urdido para que ocurriera entonces, después de tantos años.
Somos otros. ¿Somos otros?
La verdad que no quiero complicarme, solo me detengo viéndolo cuando habla, mientras sigue fumando y tal parece como si hubiera pasado sólo la guagua.

#tbt Homenaje

Hombro
No hubo tiempo de que me hartaras. No hubo posibilidad de que tus pantalones tirados en cualquier lado llegaran a molestar mi orden. Ni que las piezas siempre perdidas del scrable chino me estorbaran cuando veía la televisión en el sillón del living. Lo que me costó tenerte y te fuiste, así como el jabón se resbala de las manos.
Mi hombro izquierdo lleva la promesa que hicimos en nuestro único fin de año y aunque mi memoria se borre, cuando tenga muchos años acariciaré mi tatuaje como acaricé tu pelo el último día.
No te extraño más. Pero me encantaría que vieras cómo soy ahora. Sé que te gustaría. Y que también elegirías lo que hoy decido.

#tbt El plan

Cuando Ema nació George y Marian ya tenían un plan. Una vez que la nena alcanzó el metro de estatura, pusieron sus libros y su música en una maleta y en otra lo necesario para cubrirse los tres del frío, del sol y de la lluvia. Todo el dinero que habían acumulado en una lata de galletas, quedó repartido alrededor de las cinturas de ambos.

Se fueron de la isla un mediodía, en avión, hacia el continente viejo. Marian trabajaba durante seis meses armando circuitos impresos por encargo. Recibía de una fábrica japonesa las placas y componentes, junto con los planos que debía armar, rigurosamente explicados. George hacía traducciones, durante las noches frías de la ciudad enorme. La mesa que sostenía soldadores y residuos de estaño, cuando el sol desaparecía detrás de la rambla, servía de apoyo a la Underwood que funcionaba como una maquinaria perfecta. Casi todos los días, a eso de las siete de la tarde, comían por única vez, los tres, riendo y descubriendo el mundo para Ema. La otra mitad del año, armaban las dos maletas y recorrían el mundo, en unas vacaciones que dejaban de serlo en cuanto escaseaban los billetes en el cinturón de doble forro. Viajaron a los lugares más increíbles. Ema creció, en el mientras tanto, aprendiendo a leer y escribir con su padre y las matemáticas con su madre. No tuvo una instrucción formal, aunque sabía muchas más cosas que los niños de su edad. A los ocho años cocinaba como una experta y la precariedad en la que a veces vivían le valió para hacer magia a la hora de preparar la comida para ella y sus padres. También aprendió a coser ropa con agujas improvisadas e hilos sacados de las prendas más viejas. Sus pequeñas manos eran como arañas, hormigas; obreros creativos e incansables. De vuelta a la ciudad, al mismo cuarto, George y Marian retomaban sus oficios, asistidos por su hija durante otros seis meses.

El día del cumpleaños dieciséis de Ema su regalo fue una entrada para la función de teatro de la compañía más importante de Barcelona. Salió sola, con su mejor vestido, y no regresó a su casa hasta pasados tres días. George y Marian, desesperados, ya no sabían dónde buscarla cuando la vieron subir las escaleras con un brillo en la mirada, nuevo y desconocido para ellos. Ema no viajó ese año. Con un poco de dinero que sus padres le dejaron, se quedó para vencer, en una carrera desenfrenada, todos los años de estudio que no había hecho en escuelas tradicionales. Su único propósito era ingresar a la escuela de arte para ser actriz. George y Marian volvieron antes de lo previsto, el viaje no era lo mismo sin ella y al otro año ya no se fueron, ni al otro, ni al otro.

Hace unos meses fui a visitarlos. George habla en diez idiomas, pero no es capaz de traducir ni una cuartilla. Marian no reconoció mis ojos. Hace mucho que no se tocan ni se hablan. Sólo cuando los visita Ema parece tener algún sentido el cuarto y la ventana por donde se pone el sol detrás de la rambla. Cuando me despedí de ellos, George me susurró al oído, «nuestro plan era otro». Y me permitió besarlo en la frente como hice la última vez que vi a mi abuelo.

#tbt Hilos

Miradas rápidas y manos cargadas de paquetes. Cruces, no las de Dios; cruces de miradas. La mente ágil y memoriosa empieza a hacer un scan rápido, vertiginoso, como una película con muchos más fotogramas por segundo. Varios rollos para atrás, sigue y sigue. Se pausa en un año-rollo. Final de la infancia, ella. 18 o 19 años, él. Ambos tímidos y opuestos. Ambos aplastados contra el asfalto del barrio de Jesús María, en La Habana de los setentas. Cuando aún había mercerías de polacos en la calle Muralla, cuando aún estaba la panadería del gallego en la calle Monserrate. Él pasaba con su desgarbo y sus granos en la cara, hasta pararse debajo de su balcón; el de ella. No llamaba, no gritaba su nombre ni lo mezclaba con el ruido de motores de carros y guaguas. Cinco minutos de reloj, exactos y la veías con su figura de casi adolescente que no quiere que noten sus incipientes tetas. Tetas grandes para 13 años. Las esconde curvando la espalda, haciendo una oquedad en el pecho con los hombros. No hablan, pero arrancan a caminar con la síncopa de la complicidad, de saberse uno al lado del otro en el camino que los lleva al desayuno de flauta de pan y agua con azúcar. Luego, calabaza calabaza… Pero él volvía a buscarla cuando su abuela necesitaba esos hilos para zurcir la ropa ajena, que ayudaba a pagar la luz y el gas. La única modista del barrio suspiraba por no tener una nieta y por la falta de disposición de su único nieto. Y los veías de nuevo juntos, caminando rumbo a la tienda en la que ella compraba el encargo al viejo judío, cubriendo la vergüenza de su amigo con suavidad femenina. Al regreso, un par de risas y un durofrío de dudoso sabor artificial. El año-rollo ha pasado todas esas imágenes, ahora sí, a 24 por segundo. Ambos vieron las secuencias, se reconocieron y sus miradas, esta vez, posaron las pestañas en sus caras de ahora, en sus cuerpos de cuarentipico y cincuentipico. Dos enormes sonrisas, genuinas y agradecidas, celebraron el abrazo lento, casi detenido. Fade out. Luego, calabaza calabaza…