…otra vez a la isla. Volviendo, otra vez a La Habana.
Sábanas blancas. Por Gerardo Alfonso.
…otra vez a la isla. Volviendo, otra vez a La Habana.
Sábanas blancas. Por Gerardo Alfonso.
Había días que no hablaba. Días que prefería la penumbra y mirar por la ventana. Se sentaba sola en la cocina, se componía el vestido a los manotazos, juntaba esas mismas manos sobre la mesa y se quedaba en silencio. Yo seguía su mirada, desde la altura de mis siete años. La sombra de la mata de mango en el patio, la reja del portal, el sonido del pico del loro contra la jaula, su nombre voceado por la vecina. Yo tampoco hablaba, me preguntaba qué buscaba en la ventana.
Recuerdo un lugar grande, con piso de baldosas, estanterías en penumbra, una cortina de dudosa blancura ocultando la puerta trasera y la pequeña barra de la entrada. Siempre los mismos parroquianos parados o sentados en alguna de las escasas banquetas. El sombrero en las rodillas a punto de caerse y una taza en la mano o uno de esos pequeños vasos de un solo trago, con el primer ron del día. Las conversaciones sobre política o el campeonato de pelota. El ruido afuera; del tren cuando paraba o de los carros en la avenida.
Recuerdo una habitación desordenada en la esquina de Paco y Diez de Octubre. El dueño sentado en el portal por falta de espacio, mientras los libros descansaban en columnas torcidas o en el suelo y el olor a papel viejo.
Recuerdo conversaciones en cuclillas, cuando aún las piernas no se acalambraban en esa posición. Hablábamos de nosotros mismos, pero a través de nuestras lecturas.
Recuerdo estar, café mediante, mezclando lecturas y vidas con la historia de La Habana.
Recuerdo tardes robando libros, vigilando a la señora de la puerta y a la de la caja. Libros de arte, ventanas iluminadas.
Recuerdo noches en silencio y soledad donde veía un espejo en cada gesto.
La última vez que estuve en La Habana, yo no sabía que al regreso, me esperaba Lisandro Aristimuño. No creo que hubiera apurado alguna cosa para volver, sólo conociendo su nombre. Pero de haber escuchado, aunque sea una de sus canciones, hubiera acortado toda distancia para zambullirme, completa, en el turquesa de esa Viedma, tan suya.
Lisandro Aristimuño es del Sur. Lo escuchas y algo de ahí ya sabes. Folclore argentino, mezclado con lo que fue tomando de otros lados y un poco más de esos sonidos que inventa, con sus máquinas y su cabeza.
En el año 2007 lo ví dos veces en vivo. Mi cámara pequeña lo registró en ambos conciertos, en dos canciones memorables de sus primeros discos. El plástico de tu perfume, fue grabado hace justo 6 años, el 25 de mayo de 2007. Lisandro canta aquí con Liliana Herrero, gran intérprete de la música argentina y Cerrar los ojos, grabado el 15 de diciembre de 2007. La Trastienda de Buenos Aires, fue un escenario íntimo y maravilloso para él, su banda y todos nosotros que allí cantábamos y escuchábamos esas maravillosas músicas.
De su disco 39º, es esta canción que quiero compartir aquí y ahora. Reinventada, en estudio, con más cuerdas y el tambor de Rocío Aristimuño, parece otra y la misma. Me emocionó mucho hoy, volver a escucharla.
Para vestirte hoy por Lisandro Aristimuño.
Tengo amigos melómanos. Gente que ha llegado a mi vida de diferentes maneras, pero que comparten entre ellos el gusto enorme por la música. Son personas que respiran notas musicales, que sus vidas giran muchas veces alrededor de canciones, de sonidos maravillosos.
Tengo suerte. Porque la música es también parte muy importante de mi vida. Todos los días ella está, de alguna manera. Es la mejor compañera; la más leal.
Hace poco tiempo supe de la existencia de Sound City, un documental de Dave Grohl, que ya estaba dando de qué hablar en el mundo de los melómanos. Pero sobre todo en el mundo de mis amigos melómanos.
En Bajo la influencia, la reseña enamorada de Martin Milone, lo confieso, me hizo dudar. Pensé, “quizás es demasiado técnico este documental, para mi oído neófito.” Y lo dejé estar, tanto, que el link a YouTube que él puso en su post ya no está más.
Anoche, dispuse mi ánimo y busqué en la red la película. Un rato largo, una hora más o menos y voilà, encontré en otro link una copia completa y subtitulada. Coloqué los audífonos, me acomodé en el futón y subí el volumen.
Sound City no es una película sobre músicos. Es un canto de nostalgia, es el canto de cisne, ese que hace el pájaro antes de morir. Nostalgia por la época en la que se grababa música con personas de verdad, con gente que adoraba empatar cintas de cinco centímetros y que en cada sesión repetían hasta el hartazgo una toma tras otra, hasta lograr el sonido exacto, el perfecto.
Recordé mi primera grabadora de casete, mi primer walkman, aquellas copias manoseadas de los discos que no podíamos tener. Recordé las reuniones de la adolescencia donde escuchábamos únicamente esas músicas, tan parecidas a las que Sound City rinde un homenaje, desde esta era, la del descarte y lo efímero.
¡Como disfruté esa hora y pico! Tanto, que no puedo hacer otra cosa que recomendar.
Sound City es para melómanos, como dijo Martin. Pero no sólo para ellos. Sound City es una lucecita, una vela encendida a la nostalgia. Y eso nos atañe a todos.
Sound City, 2013.