#tbt Paisaje

A través del vidrio, sentada en la cafetería, miro la lluvia que cae y que forma esos dibujos, como pequeños círculos en la superficie de los charcos. Un hombre se tapa la cabeza con un cartucho, las gotas resbalan por el papel hasta empaparlo. El agua le moja los hombros. Corre con la cabeza agachada, esquiva los charcos, se cruza en el camino de otras personas con torpeza. Sigo con mis ojos su carrera, hasta que desaparece dentro de la estación de tren.
Paso los dedos por la cámara, intentando descubrir alguna gota de agua; en el visor, en el lente. Acaricio la tapa de los libros sobre la mesa. Leo historias de hombres solos, de vidas grises que brillan sólo por un segundo antes de volver a su sombra. Pienso en el poema de Elizabeth Bishop sobre el arte de perder. Cierro los ojos y hago un repaso de lo que he perdido hoy. No mucho. Unos pocos recuerdos, aromas, sueños, esperas; las palabras pensadas bajo la lluvia, que nunca escribiré, las notas que he borrado y que hablaban del mar y de la sonrisa de Ana, de las manos del poeta imitando la curva de un río, de una casa rodeada de plantas o la autofoto junto a los pingüinos.
Levanto la mirada del libro, vuelvo a la calle a través del vidrio. Trato de sentir el aire que el hombre levantó en su carrera bajo la lluvia.

#tbt Touch

Parallel Lives No. 2. Una foto de Ingeborg Portales.

La estación llena. En cuanto pisé el último escalón supe que sería una mañana difícil para viajar. Como siempre, busqué la tarjeta, la apoyé en el lector, casi al mismo tiempo que empujaba el molinete. La caminata hasta la cabecera del andén fue interrumpida montones de veces por muchas solicitudes de permiso para pasar. Mientras localizaba en mi mochila el iPod, levanté la cabeza para no tropezar con el señor que llevaba a un bebé en brazos y ví, por primera vez, que me miraba.
Ojos azules. Celestes no, azules. El pelo claro sin llegar a ser rubio y una media sonrisa de resignación ante el futuro inmediato en un vagón repleto. Nos cruzamos con las miradas, otra vez y amplió la sonrisa para mí.
Sin darle importancia al gesto seguí hasta el espejo. Con total vanidad acomodé mi pelo, el abrigo. A esa altura sonaba la música que de paso me aislaba del resto, convertido en multitud.
De alguna manera quedamos uno al lado del otro y así subimos al tren. El poco espacio y el vaivén de los cuerpos nos hizo permanecer enfrentados y casi tocándonos. Yo sostenía la mochila a la altura de las ingles y en un instante en que arreciaron los empujones, con las suyas rozó los dedos engarrotados de mis manos. Quise que fuera eterno ese contacto.
Una estación antes de bajarnos dijo algo parecido a «ya llegamos», a lo que respondí con un asentimiento nervioso y esquivo.
En Carlos Pelegrini lo perdí.

38

El centro del amor
no siempre coincide
con el centro de la vida.

Ambos centros
se buscan entonces
como dos animales atribulados.
Pero casi nunca se encuentran,
porque la clave de la coincidencia es otra:
nacer juntos.

Nacer juntos,
como debieran nacer y morir
todos los amantes.

Por Roberto Juarroz.

Días de radio

Salíamos de casa una de esas mañanas del invierno habanero en las que se puede estar sólo con un abrigo ligero. Por la calle Humboldt subía el viento fresco de un especial aroma a mar. La nariz disfrutaba destapada, sin alergias y picazones. Casi por costumbre nos agarramos las manos ni bien llegamos a la esquina y empezamos a elegir qué canción nos acompañaría en el deambular de ese día. Los cordones desatados de sus zapatos, como siempre, lo obligaron a agacharse. Ahí lo vió.
Primero giró la cabeza a un lado y al otro por si era una broma. Fue todo muy rápido, pero mi posición de observador era privilegiada. Sin desesperarse ató el cordón en el pie derecho y luego adelantó un paso para hacer lo mismo en el izquierdo. De esa manera también quedaba más cerca de él. Con toda la tranquilidad continuó con el procedimiento, como si el tiempo y su paso no importaran. Ya libre de su tarea, la mano derecha se estiró hasta que lo tocó. Otra vez, miró a un lado y al otro, mientras los dedos reconocían, comprobaban la textura, los relieves, el tamaño. Era bueno, pensó cuando su cuerpo se incorporaba y su mano izquierda volvía a tener la mía. – Vamos. Esto hay que usarlo pronto – me dijo reiniciando la marcha. A su lado, no hice ningún comentario, aún sin saber a dónde iríamos y qué tenía en mente. Unos metros más allá, cuando ya estábamos caminando por la avenida, se paró en el medio de la acera e hizo que yo también me detuviera. – Con estos veinte pesos que me acabo de encontrar, haremos lo siguiente. Almorzamos en El Conejito y luego nos vamos a ver la nueva película de Woody Allen en El Riviera. ¿Estás de acuerdo? No dije nada, sólo le sonreí con los ojos y la boca, asintiendo. Mi hermano y yo no precisamos de muchas palabras para coincidir.

Puerta

Una cosa sí sabía con seguridad. Yo vivía en una puerta. Eso fue antes, hace mucho. Cuando los días no tenían relojes y el tiempo se medía de acuerdo a las comidas.
Antes de almorzar, la mañana y después de almuerzo, la tarde. La noche la marcaban los cocuyos del laurel, en el jardín y luego venían las horas de dormir que nadie contaba. Salvo si aparecía el asma. El letargo de la siesta nos aplastaba contra el piso, en esos días en que parecíamos derretidos por el calor tremendo del verano. Ahí venía el señor del carrito y el caballo. Yo lo veía doblar por María Auxiliadora, mientras apretaba en la mano la moneda de cinco centavos que pagaba el paseo. Reynaldo, con exactitud de máquina, detenía el paso siempre en el mismo lugar para que yo subiera. Todos los martes, jueves y viernes repetía el mismo recorrido.
Subíamos siempre en el mismo orden; yo era la tercera. Las gemelas Margarita y Caridad lo hacían primero. La tarde que Reynaldo murió ninguno de los que estábamos con él lo supimos. De pronto el caballo dejó de andar y la señora que vendía los huevos en la bodega de la vuelta, nos hizo bajar explicando que «ese animal, pobre, no puede andar así sin tomar agua y sin comer, con este calor», mirando de reojo que Reynaldo no se cayera delante de nosotros. Las manos del cochero seguían aferradas a la rienda, quieto como una foto. Todos los niños sabían qué rumbo tomar de regreso a su casa, pero yo no. Parada en la acera, buscaba la referencia, la señal que enseñara el camino hasta mi casa. No la encontré. Por eso vi cuando se lo llevaron a Reynaldo y miré con atención los ojos del caballo que se quedaron fijos en un punto, también sin referencia. Creo que pasaron horas, largo rato sin que supiera dónde estaba y por qué había tanta gente alrededor de Reynaldo y su coche. Cuando ya no quedó nadie y la moneda en mi mano empezaba a picar, el llanto apareció como un chorro. No me moví de ahí sin parar de llorar, sola. La señora que vendía los huevos volvió y se acercó a mi con cara de «pero, ¿qué pasa mi niña?» – Me perdí, le dije, no se dónde estoy. Quiero ir a mi casa. – ¿Dónde tú vives? – En una puerta – dije con voz convulsa de lágrimas. Una amiga de mi abuela que reconoció mis ojos, cogió mi mano, la otra, la que no tenía la moneda y sin hablar me llevó al lugar donde yo esperaba el coche tres veces a la semana. A mi espalda, a muy pocos pasos, la puerta de casa.