I’m calling you

En el taller al que voy cada martes, mi profe dice que a veces en los cuentos lo más importante es lo que no se dice.
Lo mismo pasa en algunas películas. Construidas finamente y trabajadas como verdaderas obras de orfebrería, cuando terminan, lo que no viste es lo más relevante que queda dando vueltas en el aire como la mariposa soñolienta aún de crisálida.
No sé cuantas veces he visto Bagdad Café. Tampoco recuerdo cuando la vi por primera vez. Sí tengo certeza de su protagonismo en la lista de películas que llevaría conmigo al lugar que sueño para vivir.
La sensibilidad con que están delineados los personajes, la propia historia: simple, profunda, humana, sin dejar afuera casi ninguna de nuestras miserias y virtudes.
Actuaciones impecables, un escenario rudo, la fotografía que capta el viento del desierto, la aspereza de rostros y almas y una canción que se repite en la maravillosa voz de Jevetta Steele, como una letanía. Percy Adlon tejió la telaraña (¿te dije que me gustan mucho las arañas, esas chiquiticas que andan en el jardín y en los rincones de la casa?) de un guión que nos agarra de la mano y nos va llevando como niños, en un viaje de poco más de una hora.
La amistad y el amor presentados en su más pura esencia, sin embarres, arman la trama en la que una mujer abandonada llega a un abandonado lugar, habitado por gente abandonada. Y el misterio se va desvelando mientras transcurren los fotogramas y en el medio del desierto de Mohave crece la flor que un hombre le ofrece a la mujer que ama, casi al mismo tiempo en que dos mujeres tristes se hacen amigas y ríen bajo la luz colorada del teatro de variedades.

Bagdad Cafe. De Percy Adlon. 1987.

Ojalá seas tú

Él viene desde un lugar cercano al mío. Barrios aledaños. Tengo un recuerdo lejano de su respiración en mi pelo y un temblor ansioso que salía de mi estómago. ¿Cuánto hace? Muchos años, tantos que hoy somos los mismos. Y bailábamos con otros la canción de Tootsie, que ahora ya no es lo que era antes, pero que la nostalgia mantiene «intacta en su paisaje».

It might be you por Stephen Bishop. OST Tootsie, 1982.

La muerte que redime

La película The Last Station me picó como un aguijón en la curiosidad. Con mi compañero de platea esa noche en el Paris Theatre, estuvimos especulando acerca de la veracidad del relato cinematográfico, que pretende arrojar luz sobre la muerte de León Tolstoi.
Tolstoi es un antiguo conocido. No digo que haya sido opcional la lectura de sus principales novelas, pero una vez que tuve delante de mis ojos La guerra y la paz, por ejemplo, en la pésima edición de ER allá por el ’82, tuve que agradecer al plan de estudios la inclusión de esa y otras obras de uno de los novelistas rusos más importantes. Leí con placer cada cosa que cayó en mis manos y también ví las fidelísimas adaptaciones al cine que hizo Serguei Bondarchuk hace bastante tiempo ya.
Y cotejamos nuestras propias versiones de la muerte del viejo León Nikolaievich, de su relación complicada con Sofía Andreievna, su mujer por más de 40 años, defensora a ultranza del patrimonio literario de su marido, conflicto en el que se apoya la película.
Busqué información y casi todos los autores coinciden en la descripción de los últimos días del escritor en la estación de Astapovo, atacado por la neumonía y sus 82 años, donde murió rodeado de su médico y su hija menor.
Pero yo lo veo de otra forma. La muerte de Tolstoi también se debe al tormento de un hombre, un tormento moral; la contradicción entre su prédica de vida y la riqueza que detentaba. Tolstoi dejó en manos de su mujer el enfrentamiento con la Rusia austera y profunda, mientras él se lavaba las manos y se dejaba morir en un aparente acto de inmolación cuando en realidad elude el compromiso de una decisión. La muerte salva al anciano, mientras que el dilema en manos de sus herederos no se resolvió hasta años después. En algún lado leí: «los amados de los dioses mueren jóvenes» y si bien no es el caso, porque ya Tolstoi tenía edad suficiente como para morir, el manto de la piedad se convirtió en la mortaja ideal para entrar al paraíso sin manchas.
Es muy recomendable la película, anyway. Las actuaciones de Helen Mirren y Christopher Plummer es de lo mejorcito que hay en ella. También la cuidadísima ambientación de la legendaria Yasnaya Polyana, la casa familiar que defiende Mirren con uñas y dientes, en una soberbia encarnación de Sonia, el apodo con que solía llamársele a la esposa de Tolstoi. El guión fue escrito a partir de la novela de Jay Parini, que no tengo el gusto aún.
Hollywood con tintes eslavos. Esa misma alma eslava que sigue siendo una de mis debilidades.

The Last Station de Michael Hoffman, 2009.

El ansia

Nada mejor que el título de una entrañable película de Tony Scott, para describir mi estado de ánimo actual. Pero no por los vampiros que también están de moda por estos días. Se acercan las vacaciones y es natural en mí que aproveche el calor de acá y me vaya al hemisferio norte. Amo el frío.
Estoy ansiosa, nerviosa, miedosa y algunas «osas» más que seguramente aplican al sobresalto.
Disimulo bien, amparada en el mucho trabajo que cual avalancha se acumula en el buzón de e-mail de la oficina y que debo ir sacando con pala para la nieve, a razón de 30 mensajes por día, como mínimo. Pero en casa, luego de cumplir con la jornada de madre que Ana exige, me quedo sola conmigo y afloran todas esas sensaciones.
Es un viaje acariciado el que voy a hacer, muy deseado, por eso no veo la hora en que me suba al avión de United Airlines.
Tengo algunos planes en la cabeza a los que iré dando forma también para calmar la ansiedad.
Una ciudad que conozco sólo por películas y libros, espera cubierta de nieve. No me espera a mí, por supuesto, pero quiero creerlo.

El ansia. Tony Scott, 1983.

Berlín

Un libro de Auster, regalo del Día de las madres, fue el que me llevó a otro libro, uno de McEwan que ahora leo. El inocente habla de la ciudad en la que nací. Voy recorriendo con la lectura las calles de la posguerra, el odio a los rusos, la presencia de los aliados y en el medio de todo eso, una historia de amor que al mismo tiempo enfrenta a los que perdieron con los que ganaron. No se si la casualidad tejió el entramado para que todo hoy confluya en el lugar que hace veinte años cambió de un plumazo su fisonomía, su historia y la del mundo moderno.
Nunca he ido a Berlín. Miro con curiosidad lo que tiene relación con ella, no sólo en estos días que la mayoría de los ojos se posan en sus fotos y noticias. De alguna manera siempre ha estado rondándome su influjo; aprendí a leer en alemán y de niña eran familiares las referencias al Hombrecito de arena y al Oso, símbolo de la ciudad. La imagen erguida y puntiaguda de la torre de televisión en Alexanderplatz colgaba de la parte de adentro de la litera que compartía con mi hermano en nuestra infancia temprana.
Por el momento espero la foto que un amigo me prometió del hospital de Lichtenberg, si es que aún existe. Y como sabe lo ansiosa que soy haría lo imposible por no defraudarme. O quizás me engaña como Alex en esta película.

Good bye Lenin. Wolfgang Becker, 2003.