En el taller al que voy cada martes, mi profe dice que a veces en los cuentos lo más importante es lo que no se dice.
Lo mismo pasa en algunas películas. Construidas finamente y trabajadas como verdaderas obras de orfebrería, cuando terminan, lo que no viste es lo más relevante que queda dando vueltas en el aire como la mariposa soñolienta aún de crisálida.
No sé cuantas veces he visto Bagdad Café. Tampoco recuerdo cuando la vi por primera vez. Sí tengo certeza de su protagonismo en la lista de películas que llevaría conmigo al lugar que sueño para vivir.
La sensibilidad con que están delineados los personajes, la propia historia: simple, profunda, humana, sin dejar afuera casi ninguna de nuestras miserias y virtudes.
Actuaciones impecables, un escenario rudo, la fotografía que capta el viento del desierto, la aspereza de rostros y almas y una canción que se repite en la maravillosa voz de Jevetta Steele, como una letanía. Percy Adlon tejió la telaraña (¿te dije que me gustan mucho las arañas, esas chiquiticas que andan en el jardín y en los rincones de la casa?) de un guión que nos agarra de la mano y nos va llevando como niños, en un viaje de poco más de una hora.
La amistad y el amor presentados en su más pura esencia, sin embarres, arman la trama en la que una mujer abandonada llega a un abandonado lugar, habitado por gente abandonada. Y el misterio se va desvelando mientras transcurren los fotogramas y en el medio del desierto de Mohave crece la flor que un hombre le ofrece a la mujer que ama, casi al mismo tiempo en que dos mujeres tristes se hacen amigas y ríen bajo la luz colorada del teatro de variedades.
Bagdad Cafe. De Percy Adlon. 1987.
Hermosa reseña para un extraordinario film.
Saludos
Gracias por pasar, A.