Auster

En el mediodía sórdido y húmedo del 1 de octubre de 1997, llegué a Buenos Aires, con La trilogía de Nueva York aún fresca en mi cabeza.

Pocos días después de ese evento que marcó un hito importante en mi vida, fui por primera vez al cine en Buenos Aires, al Grand Splendid, para ser exactos. El Splendid era uno de esos emblemáticos cines tipo auditorio que, entonces, poblaban la oferta de películas en la ciudad. Hoy, el otrora Splendid, es parte de una cadena de librerías, en un reciclado moderno del edificio de la Avenida Santa Fe.

La primera película que ví en Buenos Aires fue Smoke. Yo empezaba mi enamoramiento con la literatura de Paul Auster y estoy segura de que a partir de ahí, busqué sus novelas, ensayos, poemas, hasta haberlo devorado todo. Cada nuevo libro, en cuanto aparecía a la venta, iba a ocupar un lugar en mis estantes. Gracias a los amigos que sabían de mi afición y contribuían con alguna de sus novelas, la colección engordó y se mantenía actualizada.

Ayer, con el último día de abril, se ha ido Auster. La noticia la recibí de manos de una amiga querida mientras una tormenta discurría llena de luces y ruidos a las 4:35 de la mañana. Un desvelo llenó la madrugada, por la lluvia y los truenos, pero también porque repasaba lo que Auster acompañó en noches parecidas, en ciudades distintas, en circunstancias varias, con sus historias de soledad, del valor de la amistad, muchas de ellas autoreferenciales y con esos finales desastrosos que me dejaban como colgando de un hilo.

Hace pocos días terminé Baumgartner, ahora puedo decir, su última novela. El canto del cisne. Otra buena historia con un final dudoso, como casi siempre ocurre en sus novelas, al menos para mi gusto. De todos los finales y de todas las historias, mi preferida es El Palacio de la Luna, un libro que está escrito casi en fotogramas.

Sin embargo, he releído, al menos una vez, La invención de la soledad. Lleno de reflexiones, en una ficción casi autobiográfica sobre la relación con su padre, es de una hondura universal.

¡Cuánto y cuán poco sabemos de Auster! Su obra es su vida misma, pero su partida nos sorprende porque no nos adaptamos a la idea de la ausencia; de que a partir de ahora serán solo ediciones post mortem.

Su cuento de Navidad, o el de uno de sus entrañables personajes, en la factura de Wayne Wang, es una joya de la letra escrita y de la letra hecha imagen.

En el cumpleaños 504 de La Habana

La Habana

Mirad La Habana allí color de nieve,

gentil indiana de estructura fina,

Dominando una fuente cristalina,

Sentada en trono de alabastro breve.
Jamás murmura de su suerte aleve,

Ni se lamenta al sol que la fascina,

Ni la cruda intemperie la extermina,

Ni la furiosa tempestad la mueve.

¡Oh, beldad!, es mayor tu sufrimiento

Que este tenaz y dilatado muro

Que circunda tu hermoso pavimento;

Empero tú eres toda mármol puro,

Sin alma, sin calor, sin sentimiento,

Hecha a los golpes con el hierro duro.

Gabriel de la Concepcion Valdés (Plácido)

Requiem por La Paz

Muchas veces, con toda intención, me bajaba en la estación Callao de la línea B y caminaba esas pocas cuadras hasta la oficina, recorriendo la Avenida Corrientes en dirección al bajo.

Rodríguez Peña, Montevideo, Paraná, Uruguay…

Ese tramo de la calle que reunía casi a partes iguales, teatros, librerías, restaurantes y cafés, bien temprano en la mañana olía a trasnoche y a la permanente humedad de Buenos Aires. A esa hora, por culpa de las persianas bajas solo se podían entrever los restos de la jornada nocturna anterior, con cuidado de no pisar la baldosa floja o esquivar al encargado que limpiaba la vereda con un chorro de agua generoso y no siempre bien apuntado.

En la esquina de Corrientes y Montevideo, los pies se chocaban y detenían como hipnotizados, en el Café La Paz, abierto de par en par. Un lugar que comenzó su historia en el año que nació mi madre y que cuenta entre sus tantas memorias, con los entonces mejores churros del pueblo, una canción de Fito Paez y los rezongos de un fumador al que le vetaron la posibilidad de fumar en el salón principal, allá por el 2006.

Hace una semana, volví a ese recorrido que para mi está lleno de nostalgia, de la mano de mi hija de 20 años y con tristeza comprobé que no está más el Café La Paz. Ahora ocupa ese espacio uno de esos sitios insulsos de comida japonesa occidentalizada y lo frecuentan jóvenes apurados con los ojos en el móvil.

Por un momento, mi cabeza se ancló en una noche de sábado hace más de 15 años, cruzando rápido la calle después de haber disfrutado de la puesta en escena de El método Grönholm. Yo llevaba mi pantalón de lino color rosa viejo y mi sueter blanco de tejido ancho, del brazo del mismo fumador que minutos después se quejaba de no poder fumar, mientras tomábamos algo acodados en una de esas enormes ventanas con vista a la avenida.

Adiós, Café La Paz.

#tbt Shortcuts

Lo seguí con los ojos mientras hablaba y ví que sigue fumando, como antes y tal parece como si hubiera pasado sólo la guagua. Lo veo caminar, con esa forma peculiar que tiene, lo escucho quejarse, reirse; a veces sólo con una sonrisa, a veces una carcajada. Lo veo tal como lo veía hace más de treinta años. Y pienso cómo lo busqué en el 2008, cómo lo encontré. Y pienso si esto que viví fue parte de un plan urdido para que ocurriera entonces, después de tantos años.
Somos otros. ¿Somos otros?
La verdad que no quiero complicarme, solo me detengo viéndolo cuando habla, mientras sigue fumando y tal parece como si hubiera pasado sólo la guagua.