Adicción

El café es un consuelo y una necesidad que Dios le dio a los pobres. Se puede dejar de comer pero no se puede dejar de tomar café. Sin café la vida no sirve. Además de sabroso, el café es medicina. La medicina del corazón y del estómago. Lo que le da calor.
Tomado de El Monte. Lydia Cabrera, (1899-1991).

Soy adicta. Desde hace muchos años. El primer contacto con mi adicción fue de niña: «sopa de gallo» le llamaba mi abuela a ese brebaje dulce, según ella energético, compuesto por agua fría, café viejo y azúcar prieta. Recuerdo su mano removiendo, con vigor, en el vaso largo todo manchado del líquido de marras.
Pero no, el primer contacto no fue ese. Fue el aroma. Todos los días de mi vida, se sentía a eso de las seis y media de la mañana por toda la casa. Yo despertaba con ese olorcito amable y caliente que salía del viejo colador de hierro y tela, mientras la infusión iba cayendo en el jarro más viejo de todos los jarros del mundo mundial.
Luego, más grande, cuando tuve permiso oficial para tomar café sin regaños, el día empezaba con la tacita en el desayuno. Le seguían la de después de almuerzo y la de la media tarde, conversando con mi abuela en la cocina. Y la última después de comer, a eso de las ocho de la noche. Siempre fuerte, sin leche y ligeramente amargo. ¿De qué otra manera podría tomarse el café?
Se colaba cuatro o cinco veces en mi casa. Siempre acabado de hacer; nada de café recalentado. No recuerdo ausencia de café, aún en los peores momentos de crisis en la isla. Si se perdía, el mercado negro siempre estaba ahí para asistir a algún trueque, que si por cigarros o leche condensada o por arroz, para cubrir prudentemente y al menos, dos coladas al día.
He probado café de muchos lugares, de productores que encumbran esa bebida maravillosa. ¿Cuál es el que más me gusta? Hay dos o tres que son mis preferidos: de Colombia, Sello Rojo; de Miami, La Llave; de Italia, Lavazza. Y sigo degustando.
Hoy que a los 46 años no tengo más que ese vicio, debo confesar que es imposible que viva sin tomar café. Si son las once, avanzado el día y no he tomado ni un sorbito, mi cabeza empieza a doler al borde de la migraña. Como ahora, que no se qué voy a hacer porque ¡se me rompió la cafetera!

Show

Gente y sus compact cameras, por todos lados. Flashes y más flashes. Me veo yo también ahí, aún cuando tengo desactivada la luz para las fotos.
Hay muchos policías.
Entristezco enormemente cuando veo los agujeros y la ausencia de esas siluetas en el actual paisaje del Financial District. Es la misma tristeza de hace diez años. Porque el hijo de Susana ya vivía en Brooklyn y lo primero que me pasó por la cabeza fue llamarla; para saber algo. Si había podido hablar con él, al menos. Luego ví las fotos que ese mismo muchacho tomó desde la Promenade. Tremendo. Pero él estaba bien y eso era lo más importante.
Ahora es distinto (¿o no?). Ahora es como un gran espectáculo. Y no creo que me interese conocer algo más sobre el 9/11. Yo sólo me conformo con saber que Ernesto, que aún hoy vive en Brooklyn, está bien. Ernesto, el hijo de Susana. Mi amiga Susana.

En balde

Nunca supe qué hacer con él. Estorbaba en todos lados de la casa, casa de poco espacio. A veces servía para sentarse e improvisar un banquito, si le das vuelta, con la boca en el piso.
Un día me lo llevé al Farm Market.
Ni bien asomé por la esquina, agarrándolo por el asa como si fuera una cartera, una señora miró con intenciones. Pedigüeña que es la gente, no? Pero eso mismo era lo que yo quería: que alguien se interesara en él. Caminé hacia los ojos de la señora, aunque ella no me miraba; sólo tenía ojos para él.
Lo abrazó como si lo quisiera mucho, mientras yo pensaba, «hay gente para todo».
Ofreció dinero por él.
– Mmmm, no. Sólo quiero que te lo quedes y se vea lindo aquí – dije despacio.
Me miró, ahora sí, con los mismos ojos que posó antes en él.
– Ok, ya sé. Fíjate a ver si te gusta.
No me quedó otra que esa foto, esa foto que no me deja mentir.

Lucky bamboo

La veo parada frente a la vidriera sin saber con certeza qué elegir. Como siempre.
Hay cosas que no cambian nunca, no?
Liliums amarillos reventados de pétalos, potus verdes con hojas saliendo como a chorros de todos los tallos, cactus (¿o se dice cactuses?) bien espinosos y hasta con una flor roja insoslayable, orquídeas en violeta, rosa, también en azul dudosamente natural. Muchas plantas detrás del vidrio y sólo diez pesos en el monedero.
Pero le habían dicho que era de buena suerte tener uno de esos en casa, uno como ese que acaricia despacito con la mirada, a pesar del vidrio.
– Da mucha más suerte si te lo regalan -recordó la voz de Eme en la bahía.
Sólo entra para sentir en los dedos la textura del tronco delgado pero firme, de las hojas alargadas saliendo desde muy arriba y comprobar que la sensación es parecida a la del risotto de anoche. «Espero», pensó.
Antes de irse y dar cuerda al reloj desapacible de la espera, tomó la cámara y se lo llevó puesto en el bolso, que hace muchos años compró con Eme, en lo de los talabarteros de León.
«Espero», pensó.

Virginia and Grand Ave.

Una librería. De esas donde se consigue un butacón o una mesa para sentarse a leer o a trabajar. Elijes un libro y lees ahí mismo, tomando un café, con la mirada a veces en la calle, detrás del cristal cuando aún el aire acondicionado no te obligó a ponerte el sueter. Miro este lugar, lo miro con mis propios ojos, mientras su mano roza la mía en una caricia tímida y con cierto pudor.
Llego en la bici que queda atada casi en la puerta, luego de un viaje de muy pocas cuadras. Sostiene la puerta para que yo entre y nos sentamos uno al lado del otro: su libro, su mano, sus ojos de leer averiados.
El verano, afuera, llueve en pequeñas gotas, sólo en llovizna.