Los gatos no me gustan. Excepto mi gata.
Una amiga la trajo a mi primera casa en Buenos Aires cuando lucía como un hisopo negro, de pelos erizados y mirada asustadiza.
Esa noche se escondió en el hueco del bidet y los maullidos con el eco que hacía ese lugar, parecían los de un animal más grande. Después de buscarla durante un par de horas, fue todo un dilema sacarla de ahí. Se escondió en otro lado, pero amaneció en mi cabeza, apoyando su cuerpo pequeñito en mi pelo, como buscando algo de calor.
Se llama Luna y es absolutamente negra. Nunca salió de casa, sólo en las mudanzas. Jamás recorrió el barrio, comió pájaros o hurgó en la basura de la calle. Tampoco tuvo un gato que le rondara y no fue madre.
Se queda horas y horas acostada en su lado de mi cama, siesta eterna, sólo interrumpida por las obligadas incursiones al tacho de comida o a su baño propio.
Los gatos no me gustan, pero Luna me acompaña y agradezco su silencio y su preferencia desarraigada.
Maravilloso relato, como siempre. Es un momento mágico entrar en tu página. Me transportas completamente a tu mundo e imagino visualmente tu hogar.
Un fuerte abrazo, ZoePé.