
La estación llena. En cuanto pisé el último escalón supe que sería una mañana difícil para viajar. Como siempre, busqué la tarjeta, la apoyé en el lector, casi al mismo tiempo que empujaba el molinete. La caminata hasta la cabecera del andén fue interrumpida montones de veces por muchas solicitudes de permiso para pasar. Mientras localizaba en mi mochila el iPod, levanté la cabeza para no tropezar con el señor que llevaba a un bebé en brazos y ví, por primera vez, que me miraba.
Ojos azules. Celestes no, azules. El pelo claro sin llegar a ser rubio y una media sonrisa de resignación ante el futuro inmediato en un vagón repleto. Nos cruzamos con las miradas, otra vez y amplió la sonrisa para mí.
Sin darle importancia al gesto seguí hasta el espejo. Con total vanidad acomodé mi pelo, el abrigo. A esa altura sonaba la música que de paso me aislaba del resto, convertido en multitud.
De alguna manera quedamos uno al lado del otro y así subimos al tren. El poco espacio y el vaivén de los cuerpos nos hizo permanecer enfrentados y casi tocándonos. Yo sostenía la mochila a la altura de las ingles y en un instante en que arreciaron los empujones, con las suyas rozó los dedos engarrotados de mis manos. Quise que fuera eterno ese contacto.
Una estación antes de bajarnos dijo algo parecido a «ya llegamos», a lo que respondí con un asentimiento nervioso y esquivo.
En Carlos Pelegrini lo perdí.