Una cosa sí sabía con seguridad. Yo vivía en una puerta. Eso fue antes, hace mucho. Cuando los días no tenían relojes y el tiempo se medía de acuerdo a las comidas.
Antes de almorzar, la mañana y después de almuerzo, la tarde. La noche la marcaban los cocuyos del laurel, en el jardín y luego venían las horas de dormir que nadie contaba. Salvo si aparecía el asma. El letargo de la siesta nos aplastaba contra el piso, en esos días en que parecíamos derretidos por el calor tremendo del verano. Ahí venía el señor del carrito y el caballo. Yo lo veía doblar por María Auxiliadora, mientras apretaba en la mano la moneda de cinco centavos que pagaba el paseo. Reynaldo, con exactitud de máquina, detenía el paso siempre en el mismo lugar para que yo subiera. Todos los martes, jueves y viernes repetía el mismo recorrido.
Subíamos siempre en el mismo orden; yo era la tercera. Las gemelas Margarita y Caridad lo hacían primero. La tarde que Reynaldo murió ninguno de los que estábamos con él lo supimos. De pronto el caballo dejó de andar y la señora que vendía los huevos en la bodega de la vuelta, nos hizo bajar explicando que «ese animal, pobre, no puede andar así sin tomar agua y sin comer, con este calor», mirando de reojo que Reynaldo no se cayera delante de nosotros. Las manos del cochero seguían aferradas a la rienda, quieto como una foto. Todos los niños sabían qué rumbo tomar de regreso a su casa, pero yo no. Parada en la acera, buscaba la referencia, la señal que enseñara el camino hasta mi casa. No la encontré. Por eso vi cuando se lo llevaron a Reynaldo y miré con atención los ojos del caballo que se quedaron fijos en un punto, también sin referencia. Creo que pasaron horas, largo rato sin que supiera dónde estaba y por qué había tanta gente alrededor de Reynaldo y su coche. Cuando ya no quedó nadie y la moneda en mi mano empezaba a picar, el llanto apareció como un chorro. No me moví de ahí sin parar de llorar, sola. La señora que vendía los huevos volvió y se acercó a mi con cara de «pero, ¿qué pasa mi niña?» – Me perdí, le dije, no se dónde estoy. Quiero ir a mi casa. – ¿Dónde tú vives? – En una puerta – dije con voz convulsa de lágrimas. Una amiga de mi abuela que reconoció mis ojos, cogió mi mano, la otra, la que no tenía la moneda y sin hablar me llevó al lugar donde yo esperaba el coche tres veces a la semana. A mi espalda, a muy pocos pasos, la puerta de casa.