Esta mañana aún sin saber en qué se convertiría este 17 de septiembre, decidí hacer una musaka para el almuerzo.
Luego, con las noticias que se fueron desenredando durante el resto del día, recordé que Jose y yo hicimos una musaka a dos manos en La Habana de principios de los 2000, plato del medio oriente que no es frecuente ni tan conocido en la isla.
Jose vivía cerca de casa de mi madre en esa época y su hija menor era aún pequeña. Nos encontrábamos en cada viaje mío en ese apartamento que compartían él, su segunda esposa y sus hijos. Como antes lo habíamos hecho cuando él vivía cerca del bosque en los días duros del Período Especial. Recuerdo qué rico le quedaban los bistecs y cómo me enseñó a hacerlos, sin poner aceite en la sartén, presionando la carne solo lo suficiente para que su propio jugo la envolviera de sabores, sin quemarla. El resultado era un bocado tierno y jugoso con un sutil sabor a cebollas blancas que rehogaba casi al final de la cocción.
El día que hicimos la musaka, fue un día largo. No teníamos ningún ingrediente y con su hija chiquita que estaba medio enfermita, recorrimos El Vedado buscando las berenjenas, el tomate, el picadillo, el queso, las aceitunas. Fuimos al mercado de los bajos del Focsa, al agromercado de 19 y B, a la tienda del Habana Libre; durante unas tres o cuatro horas, zapateando las calles de calor y polvo, pero disfrutando de estar juntos y con la mirada puesta en ese plato sabrosísimo que nos esperaba al final de la tarde, casi noche. También compramos vino y ron, por supuesto.
Ya en su casa, me pidió que le explicara en qué consistía la musaka y nos repartimos el trabajo de preparación y la cocinadera posterior. Él hizo el picadillo y yo preparé las berenjenas. Mientras, nos tomamos unos tragos, escuchamos a Cecilia Bartoli y a Queen. Esa banda que fue siempre el soundtrack de la vida de Jose. Por él los conocí y pienso en él cada vez que escucho la voz de Freddy Mercuri.
La noche también fue larga. Después de comer, fuimos a comprar helado y volvimos a su apartamento para continuar la tertulia hasta bien entrada la madrugada. Como pasaba muchas veces, a eso de las 4 ya el sueño nos ganaba y nos recostamos en la sala esperando que los bostezos de la ciudad despertaran al sol que desde las ventanas de ese piso 15 o 16, siempre fue un espectáculo de lujo. Jose coló café y nos despedimos sobre las 8 de la mañana, prometiéndonos más encuentros y con un abrazo largo extendimos la posibilidad hasta un nuevo viaje mío a La Habana.
Hace solo una media hora terminé de preparar la musaka que planeé hacer hoy para el almuerzo, aún sin saber en qué se convertiría este 17 de septiembre; el día que Jose se llevó sus ojos y su pelo ya blanco a un lugar que no conozco todavía y que él empezará a preparar para mí y los suyos, como el plato a dos manos que hicimos juntos en La Habana de los 2000. Él me llamaba “mi mar”, así que en el momento en el que nos veamos de nuevo, volverá a ver el mar. Y juntos saludaremos al sol de ese nuevo paisaje.
Los amados de los dioses mueren jóvenes, dijo el escritor griego, seguramente pensando en Jose. Porque fue amado y mucho, porque se fue con la juventud suficiente para fundar otro hogar, otro paisaje.
Buen viaje, amigo mío.
Update: La playlist que hemos juntado para su viaje, aquí.