La victoria está en la cocina

De esto se trata. De elegir un pan.
De untar mantequilla a diestro y
siniestro. De sembrar el caos en la
cocina. De no malgastar sobras.
De dar de comer a tus amigos y a
tu familia. De sentarte a una mesa
donde se celebra el irreductible acto
social de compartir alimentos con
otros.

Esto es lo que dijo Julian Barnes y todos suscribimos sus palabras cuando construimos este humilde y cariñoso libro de recetas, durante la pandemia que nos tuvo en vilo en el 2020.

Primera y última parada: Urondo Bar

Comer en Urondo es ya un ritual. A almorzar o a cenar, ni bien llego a Buenos Aires o si me estoy yendo, es un lujo que me permito y al que convoco a H, siempre.

Lo que Javier Urondo ofrece en su restaurante no se parece a ninguna otra oferta de las muchas que se pueden encontrar en el circuito gastronómico de la ciudad. La ubicación es lejos de Palermo, lo cual en lugar de ser una desventaja, para alguien como yo que elude, si es posible, los tumultos y las colas, se convierte casi en una bendición.

En Urondo se trabaja la comida con paciencia y dedicación de artesano. Es la cocina imperfecta de la que da fe este libro editado en 2022. La provoleta con espárragos es uno de esos hallazgos que se disfruta como entrante o como lo que quieras. Han hilado el queso allí mismo, con mucha menos sal que sus homólogos industriales y una textura casi aterciopelada. Las verduras acompañan, ligeramente pasadas por la parrilla; crocantes y tiernas en partes iguales. Luego, el ojo de bife. Creo que debo exclamar: ¡el ojo de bife! No suelo comer carne de res en mi día a día, salvo cuando voy a Buenos Aires. O mejor dicho, salvo cuando voy a Urondo. Y me consienten allí, si pido el corte bien cocido, sabiendo que es casi un sacrilegio someter a mucho fuego ese generoso pedazo de carne, suave y jugoso. La guarnición que esta vez fue de puré de papas, es de un sabor suave que rompe en el paladar por culpa de las cebollas caramelizadas. No importa que hayan olvidado alcanzarnos el pimentero; no eché de menos para nada la pimienta recién molida y creo que hasta lo agradecí.

Un aparte hago para los vinos que Urondo cuida en su boutique. Vinos nuevos, elegidos en persona, de Mendoza, de Salta y de San Luis. No se encuentran en las vinotecas, lo que hace del viaje una auténtica sorpresa. Porque además de que nos explican sus características y las posibilidades de maridaje, en el momento en el que los pruebas es una combinación ideal, cualquiera sea el plato que hayas pedido de la carta cerrada.

¿Qué más encuentras en Urondo? Los postres, siempre tradicionales y disruptivos al mismo tiempo. Y los panes de masa madre. Hechos allí, delante de todos.

Lo mejor de Urondo, no obstante todo lo que pueda decir de su menú, es su gente. Me siento como en familia allí. Flor es de una dulzura en su atención y en su conversación que dan ganas de estar charlando toda la tarde. También los meseros, Pedro el cocinero y Javier en persona. No dan ganas de irse de esa esquina de barrio que han disfrazado de restaurante por muchos años ya.

Tengo suerte, mucha suerte por ese cálido abrazo en cada regreso.

La musaka de Jose

Esta mañana aún sin saber en qué se convertiría este 17 de septiembre, decidí hacer una musaka para el almuerzo.

Luego, con las noticias que se fueron desenredando durante el resto del día, recordé que Jose y yo hicimos una musaka a dos manos en La Habana de principios de los 2000, plato del medio oriente que no es frecuente ni tan conocido en la isla.

Jose vivía cerca de casa de mi madre en esa época y su hija menor era aún pequeña. Nos encontrábamos en cada viaje mío en ese apartamento que compartían él, su segunda esposa y sus hijos. Como antes lo habíamos hecho cuando él vivía cerca del bosque en los días duros del Período Especial. Recuerdo qué rico le quedaban los bistecs y cómo me enseñó a hacerlos, sin poner aceite en la sartén, presionando la carne solo lo suficiente para que su propio jugo la envolviera de sabores, sin quemarla. El resultado era un bocado tierno y jugoso con un sutil sabor a cebollas blancas que rehogaba casi al final de la cocción.

El día que hicimos la musaka, fue un día largo. No teníamos ningún ingrediente y con su hija chiquita que estaba medio enfermita, recorrimos El Vedado buscando las berenjenas, el tomate, el picadillo, el queso, las aceitunas. Fuimos al mercado de los bajos del Focsa, al agromercado de 19 y B, a la tienda del Habana Libre; durante unas tres o cuatro horas, zapateando las calles de calor y polvo, pero disfrutando de estar juntos y con la mirada puesta en ese plato sabrosísimo que nos esperaba al final de la tarde, casi noche. También compramos vino y ron, por supuesto.

Ya en su casa, me pidió que le explicara en qué consistía la musaka y nos repartimos el trabajo de preparación y la cocinadera posterior. Él hizo el picadillo y yo preparé las berenjenas. Mientras, nos tomamos unos tragos, escuchamos a Cecilia Bartoli y a Queen. Esa banda que fue siempre el soundtrack de la vida de Jose. Por él los conocí y pienso en él cada vez que escucho la voz de Freddy Mercuri.

La noche también fue larga. Después de comer, fuimos a comprar helado y volvimos a su apartamento para continuar la tertulia hasta bien entrada la madrugada. Como pasaba muchas veces, a eso de las 4 ya el sueño nos ganaba y nos recostamos en la sala esperando que los bostezos de la ciudad despertaran al sol que desde las ventanas de ese piso 15 o 16, siempre fue un espectáculo de lujo. Jose coló café y nos despedimos sobre las 8 de la mañana, prometiéndonos más encuentros y con un abrazo largo extendimos la posibilidad hasta un nuevo viaje mío a La Habana.

Hace solo una media hora terminé de preparar la musaka que planeé hacer hoy para el almuerzo, aún sin saber en qué se convertiría este 17 de septiembre; el día que Jose se llevó sus ojos y su pelo ya blanco a un lugar que no conozco todavía y que él empezará a preparar para mí y los suyos, como el plato a dos manos que hicimos juntos en La Habana de los 2000. Él me llamaba “mi mar”, así que en el momento en el que nos veamos de nuevo, volverá a ver el mar. Y juntos saludaremos al sol de ese nuevo paisaje.

Los amados de los dioses mueren jóvenes, dijo el escritor griego, seguramente pensando en Jose. Porque fue amado y mucho, porque se fue con la juventud suficiente para fundar otro hogar, otro paisaje.

Buen viaje, amigo mío.

Update: La playlist que hemos juntado para su viaje, aquí.

Los relámpagos de agosto

Me paro en las doce menos cinco del 31 de julio. Mejor. Tomo la posición de un corredor de distancias cortas, como Carl Lewis, por ejemplo. Le pido a alguien, un amigo, que haga un ruido parecido al disparo que marca la arrancada. Trato de no hacer una salida en falso, porque tendría que repetir el procedimiento y la verdad que me da pereza. Con el sonido, empiezo a correr; rápido, muy rápido, para que en menos de once segundos mis pies lleguen al 1 de septiembre.
Agosto es un mes de mierda.

21 años

Mi hija nació en mayo, cuando Roberto Bolaño iba camino a morir, aunque yo no lo sabía.

Hace, hoy, 21 años, el 15 de julio de 2003, dejó ir su cuerpo en un hospital de Barcelona, uno de los escritores que más me ha conmovido en los últimos años.

En el invierno austral del 2006, conocí a Bolaño. Y después de contrastar su versión de la Ciudad de México con la mía propia, mientras leía vorazmente Los Detectives Salvajes, planeé un viaje a Blanes sin otro propósito que el de vagar sobre sus pisadas en esa pequeña ciudad de mar, puerta de la Costa Brava; balneario de obreros y comerciantes.

Sus novelas, poemas y otras prosas están cerca de mí, desde entonces. Entre las lecturas que se crecen en mi mesa de luz, encuentro y releo la entrevista que le hiciera Mónica Maristain, sin saber, quizás, que sería la última que concedió y cuya frivolidad es salvada por el sentido del humor y la honestidad brutal, made in Bolaño. Otra entrevista, más jugosa y afilada, es de cuatro años antes, en 1999, en su natal Santiago de Chile.

Persigo a Bolaño, aún en estos días ya lejanos de nuestro primer encuentro. Gracias a él me acerqué a otros escritores a los que adopté enseguida, entre los que está Nicanor Parra. También Enrique Lihn, Rodrigo Fresán y Juan Villoro. Bolaño compartió parte de su viaje con ellos, incluso, ese último tramo que comenzó cuando nació mi hija, en mayo, hace 21 años. Aunque yo no lo sabía.